Las campanadas eternas

La noche era fría, y un manto de nieve cubría la pequeña cabaña al borde del bosque. Seis amigos, unidos por un pasado que parecía cada vez más lejano, habían decidido reunirse para celebrar el fin de año juntos, como solían hacerlo en su juventud. La vida los había llevado por caminos distintos, y hacía casi una década que no coincidían todos en un mismo lugar.

La anfitriona, Laura, había insistido en que la reunión fuera en la antigua cabaña de su familia, un lugar lleno de recuerdos y risas compartidas. "Será como antes", había dicho, pero algo en el ambiente se sentía diferente. La madera crujía con cada paso, y el viento silbaba entre las rendijas como si intentara advertirles de algo.

El inicio de la pesadilla

A las 11:50 p.m., los seis se sentaron alrededor de una mesa llena de comida y brindaron por el reencuentro. Laura, Marcos, Natalia, Diego, Claudia y Sergio intercambiaron risas, recordaron viejas anécdotas y hablaron de lo mucho que habían cambiado sus vidas. Parecía que todo iba bien, hasta que el reloj comenzó a marcar las 12 campanadas.

Con cada gong, la atmósfera se volvía más pesada, como si el aire mismo conspirara contra ellos. Al sonar la última campanada, una ráfaga de viento apagó todas las velas, dejando la habitación en completa oscuridad. Cuando volvieron a encenderse, Claudia ya no estaba.

"¿Claudia?" llamó Laura, pero no hubo respuesta. Su silla estaba vacía, y la puerta de la cabaña seguía cerrada. Un silencio incómodo se apoderó del grupo.

"Debe estar jugando una broma", dijo Marcos, tratando de calmar a los demás, pero en su voz había un matiz de duda.

La desaparición continua

El reloj siguió avanzando, y a medida que pasaban los minutos, la tensión crecía. A las 12:15, mientras buscaban a Claudia en la cabaña, Natalia desapareció sin dejar rastro. No hubo ruido, ni señales de lucha; simplemente dejó de estar allí.

El pánico se apoderó del grupo. "Esto no es normal", susurró Diego, con el rostro pálido. "Algo está jugando con nosotros".

Intentaron mantenerse juntos, pero el miedo y la paranoia comenzaron a separarlos. Uno tras otro, Laura, Marcos y Sergio desaparecieron, hasta que solo Diego quedó en la cabaña, completamente solo. Afuera, la tormenta de nieve se intensificaba, y el reloj marcaba las 11:59 a.m. del día siguiente.

 

El bucle temporal

Cuando el reloj volvió a dar las 12 campanadas, Diego cerró los ojos, convencido de que su destino estaba sellado. Sin embargo, cuando los abrió, estaba nuevamente sentado en la mesa, con los seis amigos, como si nada hubiera pasado. La comida seguía intacta, y las risas resonaban en el aire.

"¿Qué está pasando?" murmuró Laura, notando la expresión de terror en el rostro de Diego.

"No es real", dijo él con voz temblorosa. "Es un bucle. Estamos atrapados."

Intentaron romper el ciclo de todas las formas posibles: dejando la cabaña, destruyendo el reloj, incluso negándose a celebrar las campanadas. Pero cada vez que el reloj marcaba las 12 de la noche, todo volvía a empezar, como si estuvieran atrapados en una noche infinita.

 

El susurro

Finalmente, cuando ya habían perdido toda esperanza, una voz susurrante se deslizó en el aire. Era un murmullo débil, pero claro, que parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo.

"No tardéis tanto tiempo en volver a reuniros", decía la voz, cargada de una amenaza velada. "La amistad no es solo para un día de celebración. Si no os mantenéis en contacto, las próximas campanadas del próximo año serán peores... y esta vez, no habrá regreso."

El grupo, aterrado, entendió el mensaje. Aquello no era solo una advertencia, sino un castigo por haber dejado morir su vínculo con el tiempo. Prometieron no volver a distanciarse, jurando mantenerse unidos no solo por la tradición, sino por el miedo a lo que podría suceder si fallaban.

 

El amanecer de un nuevo día

Cuando el reloj marcó las 12 campanadas por última vez, un nuevo día comenzó. La luz del sol iluminó la cabaña, y la nieve cesó. Los amigos estaban de vuelta, completos, pero con un peso invisible sobre sus hombros. Nadie volvió a hablar de aquella noche, pero todos sabían que la próxima Nochevieja estaría marcada por algo más que brindis y risas: estaría marcada por la necesidad de recordar lo que habían aprendido.

Porque en las campanadas eternas, la lección era clara: la amistad no puede esperar.

Mi terror más profundo

 

Desde pequeño, siempre he sentido una presencia maligna a mi alrededor, una presencia que me ha perseguido sin tregua desde los ocho años. Mi nombre es  Gabriel, y esta es la historia de mi terror más profundo.

Tenía ocho años cuando mi abuela me regaló una muñeca de porcelana. "Un regalo especial para un niño especial", dijo con una sonrisa mientras me la entregaba. Era una muñeca antigua, con ojos azules y una sonrisa congelada que me helaba la sangre. No sabía por qué, pero desde el primer momento sentí un miedo irracional hacia ella. La coloqué en una estantería de mi habitación, tratando de ignorar su presencia, pero cada noche parecía que sus ojos seguían mis movimientos.

A medida que crecí, mis noches se volvieron cada vez más inquietantes. Apenas cerraba los ojos, sentía la presencia de la muñeca, como si se deslizara fuera de la estantería y se acercara lentamente a mi cama. Soñaba con su rostro cada noche, esa sonrisa macabra y esos ojos que no parpadeaban. Mis padres pensaban que eran solo pesadillas infantiles, pero yo sabía que era algo más. Algo mucho más siniestro.

A lo largo de los años, traté de deshacerme de la muñeca en numerosas ocasiones. La arrojé a la basura, la quemé, incluso la enterré en el bosque cercano, pero siempre reaparecía en la estantería de mi habitación al día siguiente. Con el tiempo, aprendí a vivir con ese miedo constante, aunque nunca llegué a aceptarlo del todo.

Los años pasaron, y cuando cumplí treinta y nueve, el miedo se volvió insoportable. Las pesadillas se hicieron más intensas, más reales. La muñeca ya no solo me seguía en mis sueños; empezaba a sentir su presencia en la vida real. Escuchaba susurros en la oscuridad, pasos ligeros a mi alrededor, y veía sombras moviéndose con el rabillo del ojo. Decidí que no podía vivir así para siempre. Tenía que enfrentarlo.

Esperé hasta la noche de mi cumpleaños número cuarenta. Preparé mi habitación, asegurándome de que no hubiera forma de escapar. Me armé con una linterna y un cuchillo, decidido a poner fin a mi tormento de una vez por todas. Me tumbé en la cama y apagué las luces, esperando a que el terror comenzara.

No pasó mucho tiempo antes de sentir la familiar opresión en el pecho. Abrí los ojos y ahí estaba, la muñeca de porcelana, sentada al pie de mi cama, mirándome con esos ojos fríos y esa sonrisa siniestra. Sentí el pánico apoderarse de mí, pero me obligué a permanecer tranquilo. Encendí la linterna y la apunté directamente a su rostro. "No más", grité. "No más!"

La muñeca no se movió al principio, pero entonces vi algo que me heló la sangre: sus labios se movieron. "Siempre estaré contigo", susurró con una voz chillona y distorsionada. La furia reemplazó mi miedo. Agarré el cuchillo y me lancé hacia ella, gritando de pura desesperación.

La muñeca intentó escapar, pero la atrapó antes de que pudiera moverse demasiado lejos. Con todas mis fuerzas, clavé el cuchillo en su pecho de porcelana. Una y otra vez, hasta que se hizo añicos. El aire se llenó de un polvo blanco y un grito agónico resonó en la habitación. Luego, todo quedó en silencio.

Caí al suelo, agotado pero aliviado. Por primera vez en décadas, sentí que el peso de la muñeca se había levantado de mis hombros. Sabía que la había vencido. Por fin, después de tantos años de terror, podría dormir en paz.

Desde esa noche, no he vuelto a ver la muñeca ni a sentir su presencia. La sombra que había oscurecido mi vida finalmente se había disipado. Ahora, a los cuarenta años, puedo mirar al futuro con esperanza y sin el temor constante que me había perseguido desde la infancia.

Pero a veces, en la oscuridad de la noche, cuando el viento sopla fuerte y la luna llena ilumina mi habitación, no puedo evitar preguntarme: ¿realmente la vencí? ¿O simplemente está esperando, en algún rincón oscuro, para regresar y reanudar su macabra persecución?

La Casa Vacía

 

En el pequeño pueblo de El Olvido, anidado entre las montañas y envuelto en una bruma perpetua, se encontraba una casa abandonada que desde hacía años atormentaba las mentes de sus habitantes. Sus paredes de piedra grisácea, cubiertas de hiedra y enredaderas, parecían guardar secretos inconfesables. Las ventanas, como ojos vacíos que observaban el vacío, transmitían una sensación de desolación y tristeza.

La historia de la casa era tan antigua como el propio pueblo. Se decía que había sido construida por una familia adinerada que llegó a El Olvido buscando refugio de la guerra. Sin embargo, la tragedia los persiguió hasta su nuevo hogar. Una noche de tormenta, un rayo impactó la casa, provocando un incendio que acabó con la vida de toda la familia. Desde entonces, la casa permaneció en ruinas, envuelta en un aura de misterio y terror.

Los niños del pueblo se contaban historias sobre la casa, susurrando que las almas de la familia aún habitaban entre sus muros. Decían que se podían escuchar sus lamentos en las noches de viento y que sombras espectrales vagaban por sus habitaciones vacías. Algunos incluso juraban haber visto el fantasma de una niña pequeña con un vestido blanco, recorriendo los pasillos desiertos.

Un día, un grupo de adolescentes, desafiando las advertencias de los adultos, decidió explorar la casa abandonada. Eran cuatro amigos: Tomás, el líder del grupo, siempre buscando emociones fuertes; Ana, la chica curiosa e intrépida; Marcos, el callado y observador; y Laura, la más sensible y temerosa del grupo.

Al llegar a la casa, una ola de frío les recorrió el cuerpo. La atmósfera era densa y opresiva, como si una presencia invisible los observara. Con pasos temblorosos, se adentraron en la oscuridad, sus linternas iluminando apenas las telarañas y el polvo que cubrían todo.

El silencio era sepulcral, roto solo por el crujir de las maderas del suelo bajo sus pies. De pronto, un aullido espeluznante resonó en la casa, haciendo que los adolescentes se congelaran de terror. El sonido provenía del segundo piso. Tomás, tratando de ocultar su miedo, instó a sus amigos a seguir adelante.

Subieron las escaleras con cautela, cada crujido del viejo suelo amplificando sus latidos. Al llegar al segundo piso, se encontraron con un largo pasillo que parecía no tener fin. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas, revelando espacios vacíos y llenos de muebles polvorientos.

De repente, Ana se detuvo en seco. Su linterna iluminaba una habitación al final del pasillo. En la esquina, una figura blanca se movía con lentitud. Era una niña pequeña, con un vestido blanco desgarrado y el cabello largo y enmarañado. Sus ojos vacíos miraban fijamente a los adolescentes.

Un grito ahogado escapó de la garganta de Laura, mientras que Tomás y Marcos se miraron con terror. La niña espectral comenzó a avanzar hacia ellos, su rostro contorsionado en una mueca de dolor. Los adolescentes retrocedieron aterrorizados, tropezando con los muebles y las cajas que se amontonaban en el pasillo.

En su desesperada huida, llegaron a la escalera, pero la puerta de salida estaba cerrada. Un nuevo aullido resonó en la casa, esta vez más cercano. La niña espectral se encontraba a solo unos metros de ellos, extendiendo sus manos fantasmales hacia sus presas.

En ese momento de pánico, Marcos, el más callado del grupo, recordó una historia que su abuelo le había contado sobre la casa. Según la leyenda, la única forma de calmar a los espíritus era cantando una canción que la familia solía cantar antes de acostarse.

Con la voz temblorosa, Marcos comenzó a cantar la melodía. La niña espectral se detuvo, sus ojos vacíos se llenaron de una extraña tristeza. La canción resonó por toda la casa, llenando los espacios vacíos con una melodía melancólica.

Cuando la canción terminó, la niña espectral se desvaneció en el aire, dejando tras de sí un silencio sepulcral. Los adolescentes, exhaustos y aterrorizados, lograron escapar de la casa, jurando no volver a entrar jamás.

La casa abandonada de El Olvido continuó guardando sus secretos, pero desde aquel día, los adolescentes nunca olvidaron la noche en que se enfrentaron a los fantasmas del pasado y descubrieron que el miedo puede ser tan real como las sombras que habitan en la oscuridad.


Golpes en el coche

 

Una familia, compuesta por dos pequeños y sus padres, viajaban por carretera hacia un pequeño campamento en Galicia cuando el coche se les averió. Los padres salieron a buscar ayuda y, para que los niños no se aburrieran, les dejaron con la radio encendida. Cayó la noche y los padres seguían sin volver cuando escucharon una inquietante noticia en la radio: un asesino muy peligroso se había escapado de un centro penitenciario cercano a Orense y pedían que se extremaran las precauciones.

Las horas pasaban y los padres de los niños no regresaban. De pronto, empezaron a escuchar golpes sobre sus cabezas. “Poc, poc, poc”. Los golpes, que parecían provenir de algo que golpeaba la parte de arriba del coche, eran cada vez más rápidos y más fuertes. “POC, POC, POC”. Los niños, aterrados, no pudieron resistir más: abrieron la puerta y huyeron a toda prisa.

Solo el mayor de los niños se atrevió a girar la cabeza para mirar qué provocaba los golpes. No debería haberlo hecho: sobre el coche había un hombre de gran tamaño, que golpeaba la parte superior del vehículo con algo que tenía en las manos: eran las cabezas de sus padres.


Hay alguien ahí

 

Acudo al cuarto de mi hijo para ver qué le sucede, pues despertó en la madrugada con gritos ahogados mientras se escuchaban golpes en su habitación. Voy a su encuentro y lo veo temblando en su cama, “Hijo, ¿Qué te sucede?” a lo que él responde “¡Papá, hay alguien en mi armario!” con cierta gracia, voy hasta el armario para cumplir su capricho, lo abro y, para mi horrida sorpresa, mi hijo también está en él, temblando mientras balbucea “¡Papá, hay algo raro en mi cama!”


No vayas

 

Llegué a casa temprano para aprovechar y estudiar un poco para los exámenes finales, no tenía más que hacer así que me encerré en mi habitación para concentrarme. Sin darme cuenta, las dos de la mañana se avistaron en mi reloj de pared cuando mi madre me llamó dulcemente desde la cocina “¡Hija, ¿Puedes venir, por favor?!” Fui sin reparo hasta la cocina, aunque me pareció extraño, y cuando me hallaba ahí no encontré a nadie, en cambio, escuché la misma voz de mi madre desde lejos “¡No vayas hija, yo también la escuché!"


El hombre en los sueños

 

En el mes de enero de dos mil seis, un psiquiatra de la ciudad de Nueva York recibió en su consulta a una de sus pacientes como un día cualquiera. En aquella sesión, la joven le explicó que había soñado en reiteradas ocasiones con un hombre al que ni si desee conocía. Tenia una calva naciente, las cejas grosísimas y los labios exageradamente finos, de forma especial el superior.

Mientras que oía la descripción, el facultativo dibujó el retrato del sujeto. No le dio mayor relevancia y lo dejó encima de la mesa.

Las tornas cambiaron cuando, en sus siguientes consultas, 2 pacientes más aseguraron haber visto al mismo hombre en sueños. El siquiatra decidió hacer copias del dibujo y mandarlo a múltiples compañeros de profesión.

Meses después, vieron que el número de personas que habían soñado con él no paraban de acrecentar y optaron por crear una web en la que se registrasen sus apariciones. Los facultativos descubrieron que el enigmático hombre se había colado en los sueños de cerca de 2 mil personas.

Sus “apariciones” son de lo más dispares. Uno de los pacientes aseguró haberlo visto vestido de Santa Claus. Otro afirmó haberse enamorado cuando lo vio. Un tercero asegura que cuando sueña que vuela, el hombre lo hace junto a él, y jamás habla.

El fenómeno ha dado pie a múltiples teorías conspirativas. Una de ellas apunta que el intruso es una persona real con la habilidad de penetrar en los sueños.

Otra, aun asevera que se trata de un proyecto escondo de los gobiernos para supervisar las vidas de los ciudadanos. La hipótesis más científica, no obstante, señala que este semblante es parte de la “conciencia común”.

Y a ti, ¿alguna vez se te ha presentado en sueños?